La Erupción del Volcán de San Salvador de 1917: Una Historia de Fuego y Resiliencia

La Noche que el Cielo Ardió

En la penumbra del 7 de junio de 1917, mientras San Salvador se preparaba para descansar, la tierra comenzó a rugir con una furia que pocos podían prever. Los habitantes, acostumbrados a los temblores ocasionales de su tierra volcánica, sintieron cómo el suelo se estremecía con una intensidad inusual. A las 8:11 p.m., el volcán de San Salvador, conocido como Boquerón, despertó con un estruendo que resonó en los corazones de miles. El cielo se tiñó de un rojo infernal, y ríos de lava comenzaron a descender por las laderas, mientras cenizas y rocas incandescentes caían como una lluvia de fuego. Esta erupción, una de las más devastadoras en la historia de El Salvador, marcó un antes y un después en la vida de la capital y sus alrededores, dejando un legado de destrucción, pero también de resiliencia.

Contexto Geológico e Histórico del Volcán de San Salvador

El volcán de San Salvador, también conocido como Quezaltepeque o El Boquerón, es un estratovolcán situado a unos 11 km al noroeste de la capital salvadoreña. Forma parte del Arco Volcánico Centroamericano, resultado de la subducción de la Placa de Cocos bajo la Placa del Caribe. Con una altitud de 1,960 metros en su pico más alto, El Picacho, el volcán domina el paisaje de la región. Su estructura incluye una caldera de 6 km de diámetro, formada hace unos 40,000 años tras una erupción explosiva, y el cráter Boquerón, creado hace aproximadamente 800 años.

Históricamente, el volcán ha sido activo, con registros de erupciones desde el siglo XVI. Entre los eventos más significativos se encuentran las erupciones de 1658, que sepultaron el pueblo de Nexapa (hoy Nejapa), y de 1770. Sin embargo, la erupción de 1917 destaca por su impacto devastador y las transformaciones que dejó en el paisaje volcánico, incluyendo la formación del cono Boqueroncito.

Los Momentos Previos: Señales de un Despertar Inminente

En los años previos a 1917, el volcán mostró signos de actividad subterránea que, en retrospectiva, eran claras advertencias. Una laguna de aguas verdosas, descrita desde 1807 en el cráter Boquerón, comenzó a calentarse y evaporarse gradualmente. Este fenómeno, hoy reconocido como un indicador de actividad magmática, pasó desapercibido para la mayoría de los habitantes de la época, que carecían de los conocimientos científicos modernos.


El 6 de junio de 1917, la calma se rompió. Una serie de terremotos, con magnitudes estimadas entre 5.4 y 6.7, sacudieron la región entre las 6:55 p.m. y las 8:45 p.m. Estos sismos, probablemente causados por el movimiento de magma bajo el volcán, devastaron San Salvador y comunidades cercanas como Mejicanos, Quezaltepeque, Nejapa, San Juan Opico, Santa Tecla, Armenia y otras. Casas de adobe y madera colapsaron, las campanas de las iglesias repicaban solas, y el pánico se apoderó de la población. Estos temblores no eran un evento aislado, sino el preludio de una erupción inminente.

La Erupción: Un Espectáculo de Fuego y Ceniza

La erupción comenzó el 7 de junio de 1917, a las 8:11 p.m., tras los devastadores terremotos. El evento se desarrolló en dos fases principales, marcadas por una combinación de actividad efusiva y explosiva:

Primera Fase: Erupción Efusiva en el Flanco Norte

Una fisura de orientación noroeste-sureste se abrió en la ladera norte del volcán, a altitudes entre 1,350 y 1,400 metros, paralela a una fractura radial más antigua. Desde esta fisura emergió un flujo de lava tipo aa, rugosa y vesicular, que avanzó hacia el norte, cubriendo una distancia de aproximadamente 6.5 km y un área de 16 km², con un volumen estimado de 10 millones de metros cúbicos. Este flujo de lava bloqueó la línea férrea entre Quezaltepeque y Sitio del Niño, en la región conocida como El Playón, y dejó una serie de conos de ceniza a lo largo de la fisura. La actividad efusiva continuó hasta el 11 de junio, acompañada de densas nubes de gas y ceniza.

Segunda Fase: Erupción Explosiva en el Cráter Boquerón

Simultáneamente, una fisura se abrió dentro del cráter Boquerón, iniciando una fase de actividad explosiva. El calor intenso evaporó por completo la laguna del cráter, un cuerpo de agua que había sido un rasgo distintivo del volcán durante más de un siglo. En su lugar, se formó un pequeño cono de ceniza, conocido como Boqueroncito, que alcanzó una altura de 40 metros en solo ocho días, con un cráter embudo de 35 metros de profundidad. Esta fase incluyó explosiones estrombolianas violentas, con material expulsado hasta 200 metros de altura, y la formación de un cráter adicional, El Tornador, a una altitud de 580-650 metros.

La erupción, clasificada con un Índice de Explosividad Volcánica (VEI) de 3, continuó hasta noviembre de 1917, con episodios de fuertes explosiones y emisión de ceniza en julio, agosto y septiembre. Testigos de la época, como el escritor colombiano Porfirio Barba-Jacob, describieron el evento como un espectáculo aterrador, con el cielo iluminado por rocas incandescentes y un estruendo que resonaba como truenos.

Aspecto

Detalles

Fecha de Inicio

7 de junio de 1917, 8:11 p.m.

Duración

Hasta noviembre de 1917

Ubicación

Flanco norte y cráter Boquerón

Tipo de Erupción

Efusiva (flujo de lava) y explosiva (estromboliana)

Volumen de Lava

~10 millones de m³, cubriendo 16 km²

Características Formadas

Cono Boqueroncito, cráter El Tornador

Índice de Explosividad

VEI 3

Impacto

Evaporación de la laguna, destrucción de infraestructura, ~1,100 muertes

Respuesta a la Emergencia: Solidaridad en la Adversidad

La combinación de los terremotos y la erupción dejó un saldo devastador. Se estima que entre 1,050 y 1,100 personas perdieron la vida, principalmente debido a los sismos, los incendios y, en menor medida, los flujos de lava. En San Salvador, unas 8,000 de las 9,000 viviendas quedaron dañadas o destruidas. Los incendios, iniciados por lámparas de queroseno derribadas durante los temblores, se propagaron rápidamente debido a la ruptura de las tuberías de agua, dejando a la ciudad sin medios para combatir las llamas.

La respuesta fue inmediata, aunque limitada por los recursos de la época. Los habitantes se organizaron para rescatar a los heridos y buscar refugio en iglesias y edificios públicos que resistieron los sismos. La Cruz Roja Salvadoreña, aún en sus inicios, estableció puestos de socorro improvisados para atender a los heridos. El gobierno, liderado por el presidente Carlos Meléndez, coordinó esfuerzos para enviar ayuda a las comunidades afectadas, pero la magnitud del desastre superó las capacidades locales. La solidaridad internacional comenzó a llegar, con donaciones y mensajes de apoyo desde otros países.


El escritor Porfirio Barba-Jacob, testigo presencial, documentó la tragedia en su obra El terremoto de San Salvador, publicada inicialmente en el Diario del Salvador. Su relato captura el dolor y la resiliencia de una población enfrentada a una catástrofe sin precedentes.

Culminación: Un Paisaje Transformado

La erupción finalizó en noviembre de 1917, dejando tras de sí un paisaje transformado. Los flujos de lava endurecidos en El Playón cubrieron vastas extensiones de terreno, y la ceniza depositada afectó la agricultura y la calidad del aire. En el cráter Boquerón, la laguna había desaparecido, reemplazada por el cono Boqueroncito, un recordatorio permanente de la furia del volcán. La actividad disminuyó gradualmente, y para 1957, solo una fumarola en la pared noroeste del cráter emitía vapor y gases sulfurosos.

La ciudad de San Salvador quedó sumida en el caos, con miles de personas sin hogar y una economía local gravemente afectada. Sin embargo, este desastre marcó el inicio de un esfuerzo colectivo para reconstruir y aprender de la tragedia.

Efectos a Largo Plazo y Legado Científico

La erupción de 1917 tuvo un impacto duradero en El Salvador. La reconstrucción de San Salvador fue lenta, pero impulsó mejoras en la planificación urbana y la construcción de viviendas más resistentes. Las autoridades comenzaron a prestar mayor atención a los riesgos volcánicos, aunque las herramientas científicas de la época eran limitadas.

Desde un punto de vista científico, el evento proporcionó datos valiosos sobre el comportamiento eruptivo del volcán. Estudios posteriores han identificado al menos 20 erupciones en los últimos 3,000 años, con eventos explosivos y efusivos que han moldeado la región. La formación de Boqueroncito y la evaporación de la laguna del cráter ofrecieron pistas sobre la dinámica magmática del volcán.

Hoy, el volcán de San Salvador está bajo monitoreo constante por parte del Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales (MARN), en colaboración con instituciones como el Servicio Geológico de los Estados Unidos (USGS). Sistemas de monitoreo sísmico, geodésico y geoquímico permiten detectar signos de actividad volcánica temprana, reduciendo los riesgos para los cerca de 2 millones de personas que viven en el Área Metropolitana de San Salvador.

Significado Cultural e Histórico

La erupción de 1917 ocupa un lugar destacado en la memoria cultural de El Salvador. Es recordada no solo por su poder destructivo, sino también por la resiliencia de las comunidades afectadas. En Nejapa, por ejemplo, la erupción de 1658 se conmemora con el festival de las Bolas de Fuego, y la de 1917 reforzó la conciencia de los riesgos volcánicos en la región.


El volcán, con su cráter Boquerón y el Boqueroncito, se ha convertido en un destino turístico popular, atrayendo a visitantes que buscan explorar su historia geológica y disfrutar de vistas impresionantes de la capital. La erupción de 1917, aunque trágica, ha contribuido a forjar la identidad de un pueblo que ha aprendido a convivir con la fuerza de la naturaleza.

Reflexión Final: Un Legado de Resiliencia

La erupción del volcán de San Salvador en 1917 fue un momento definitorio en la historia de El Salvador, un recordatorio de la fragilidad de la vida humana frente a las fuerzas de la naturaleza. Sin embargo, también destacó la capacidad de las comunidades para unirse en tiempos de crisis, reconstruir desde las cenizas y aprender de la adversidad. Hoy, el volcán sigue siendo un símbolo de la dualidad entre belleza y peligro, invitándonos a reflexionar sobre la importancia de la preparación, el respeto por el entorno natural y la fortaleza del espíritu humano.

En un mundo donde los desastres naturales siguen siendo una realidad, la historia de 1917 nos enseña que, aunque la tierra pueda temblar y el cielo arder, la voluntad de seguir adelante es más fuerte que cualquier erupción.

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