La Doble Vida del Hacendado: La Verdadera Historia de Emeterio Ruano y la Leyenda que Explica la Tierra

La Doble Vida del Hacendado: La Verdadera Historia de Emeterio Ruano y la Leyenda que Explica la Tierra

En el corazón del Valle de Zapotitán, donde el viento lleva el eco de un galope inexistente y el olor a azufre viejo aún se percibe en noches de luna llena, existe una historia que trasciende la simple crónica de un hacendado. Es la narrativa de tres hombres que llevaron el mismo nombre, cuya ambición y la voracidad de su tiempo construyeron un imperio fundado en la tierra y la ley. Y es también, y quizás más profundamente, la historia de un pacto, no con cuernos y cola, sino con las fuerzas invisibles que gobiernan la justicia, la propiedad y la propia naturaleza del lugar.

Este informe de investigación exhaustivo desentraña la compleja dualidad de Emeterio Ruano: por un lado, la biografía documentada de un miembro influyente de la oligarquía salvadoreña; por otro, la leyenda folclórica que ha perdurado en la memoria popular, una interpretación simbólica de la violencia estructural que definió la modernización de El Salvador. Al analizar tanto los archivos notariales como los relatos transmitidos de generación en generación, se revela que la verdadera historia de Ruano no reside en una única verdad, sino en la tensión fascinante entre lo que ocurrió y lo que la gente necesitaba creer que había ocurrido para dar sentido a su pasado. Su legado es doble: una serie de logros empresariales y políticos que moldearon el mapa económico del país, y una maldición geológica en forma de una roca negra y fría, testigo silencioso de una transacción que cambió para siempre el destino de una región.

Los Tres Emeterios: De Izalco al Poder Político y Económico

La figura de “Emeterio Ruano” que resuena en las leyendas de Ciudad Arce no corresponde a una única persona, sino a una dinastía de tres generaciones de hacendados que compartieron el mismo nombre, una coincidencia genealógica que alimentó la mitificación y confundió la cronología histórica en la tradición oral. Esta confluencia de identidades transformó a una familia de terratenientes en una sola entidad arquetípica, capaz de encarnar tanto la ambición ilimitada como la inevitable decadencia.

Comprender la vida de cada uno de estos tres hombres es fundamental para desvelar la base histórica sobre la cual se erigió la leyenda sobrenatural. Sus carreras, marcadas por el éxito político, la innovación empresarial y una profunda conexión con el proceso de modernización de El Salvador, proporcionan el contexto real para entender cómo un hombre pudo amasar un imperio tan vasto y poderoso que, en la imaginación popular, solo podía ser el resultado de un pacto con el mismísimo Diablo.

El primer acto: Emeterio Ruano, el patriarca (1823–1903)

Nacido en Izalco en 1823 y fallecido en 1903. A diferencia de la imagen simplista del hacendado sin escrúpulos, su biografía revela a un individuo polifacético, inmerso en la política y la economía de su tiempo. Contrariamente a una creencia popular, no provenía de España, sino que era de origen salvadoreño, nacido en Izalco, una región con una fuerte herencia cultural Pipil.

Su ascenso político fue notable: sirvió como diputado para Izalco en 1860 y nuevamente en 1869, y posteriormente como senador para San Salvador en 1872. Su ambición llegó a niveles presidenciales cuando se postuló en 1876, aunque perdió ante Rafael Zaldívar. Inicialmente aliado con Gerardo Barrios, cambió de bando para apoyar a Rafael Carrera, participando activamente en la deposición de Barrios en 1863 y en la firma de la Constitución de 1864. Su influencia continuó hasta su caída durante el golpe de estado de 1890 liderado por los hermanos Ezeta, momento en el cual su residencia en San Salvador fue saqueada y destruida, evidenciando su posición dentro del establishment político vigente.

Sin embargo, el patriarca Ruano no se limitó a la arena política. Era un empresario visionario que comprendió la importancia de diversificar sus inversiones más allá de la tierra. En 1885, junto a otros magnates como Ángel Guirola y Mauricio Duke, cofundó el Banco Particular, que más tarde se convertiría en el Banco Salvadoreño, consolidándose como una de las instituciones financieras más importantes del país. Su visión no se detenía en las finanzas; también fue pionero en la infraestructura de transporte. Coadquirió el Ferrocarril de San Salvador en 1894, una empresa que conectaba la capital con Santa Tecla mediante trenes de vapor, reemplazando a los animales de carreta y modernizando la logística del país.

Además, fue accionista principal del Banco Nacional de la República y realizó inversiones en compañías extranjeras de renombre. Su influencia se extendía incluso al consumo y la moda; fundó La Mexicana, una cadena de joyerías y zapaterías en San Salvador, e inauguró Lion d’Or, un restaurante exclusivo en la misma ciudad. Quizás su mayor anuncio tecnológico fue introducir los automóviles a El Salvador, apoyando la exhibición de Bartolomé Poma en los andadores de Dalia y conduciendo personalmente el primer Dodge en la capital. Esta red de negocios y poder político le permitió no solo expandir su hacienda, sino también proyectar una imagen de modernidad y sofisticación que contrastaba con su control feudal sobre sus tierras.

La segunda generación: Emeterio Segundo Ruano (1854–1920)

Llamado Hemeterio Segundo, siguió fielmente la senda trazada por su padre. Nacido en 1854, estudió en París, lo que le otorgó un aire europeo y refinado que contrastaba con la rusticidad de muchas otras figuras de la oligarquía salvadoreña. Él fue quien administraría y ampliaría el vasto imperio paterno. Tras la muerte de su padre en 1903, la dinastía enfrentó nuevos desafíos, principalmente el surgimiento de los “paracaidistas”, un término coloquial para los campesinos que comenzaron a ocupar parcelas de la hacienda en disputa.

Estos pobladores, organizados en sociedades como la Sociedad Fraternal de Obreros Gerardo Barrios en Chilamatal, buscaron formalizar su derecho de propiedad, pero Emeterio Segundo Ruano utilizó su poder político y burocrático para bloquear sus solicitudes. Sin embargo, tras su muerte el 30 de diciembre de 1920, la situación cambió drásticamente. En junio de 1921, la comunidad de Chilamatal obtuvo el reconocimiento legal como pueblo, demostrando que el control absoluto de la tierra, incluso del más poderoso hacendado, ya no era invulnerable a la presión social y legal. Su fallecimiento marcó el fin de una era de dominio incontestado y la apertura de un nuevo capítulo en la historia de la hacienda, uno que eventualmente llevaría a su disolución total.

La tercera generación: José Emeterio Ruano, el nieto (1897–1930)

Conocido por su vida disoluta y su afición por el juego. Nacido en 1897, su vida contrastaba marcadamente con la disciplina de sus antepasados. Mientras los dos primeros Emeterios construyeron su fortuna a través de la inversión estratégica y el control político, José Emeterio la dilapidó en casinos y juegos de azar. Su muerte en 1930 es la culminación trágica de la saga familiar y el punto de inflexión que precipitó el fin de la dinastía.

Las circunstancias de su desaparición están envueltas en un manto de misterio que alimentó tanto la leyenda como teorías conspirativas. Algunas versiones sugieren que murió en un altercado durante una borrachera en un casino, posiblemente en el Casino Salvadoreño ubicado cerca del Teatro Nacional. Otra teoría más sombría indica que fue asesinado, ya sea por deudas de juego o como parte de un plan orquestado para eliminarlo y apoderarse de sus vastos bienes. Una versión aún más oscura, que fusiona la historia con la leyenda, afirma que el pacto hecho en el Cerro de Plata finalmente se cumplió, y que el propio Diablo vino a reclamar su alma.

Sea cual fuere la causa, su muerte dejó a la familia sin herederos directos, iniciando una serie de litigios legales con poderosas familias como los López-Duke y Ulloa-Meléndez sobre las últimas propiedades de la hacienda. Con la desaparición de José Emeterio Ruano, el ciclo se cerró. La dinastía que había definido el Valle de Zapotitán durante casi un siglo entró en declive, y las ruinas de su casa grande fueron eventualmente cubiertas por el crecimiento urbano de lo que hoy es Ciudad Arce.

Comparación de los Tres Emeterios Ruano
Aspecto Emeterio Ruano (Patriarca) Emeterio Segundo Ruano (Hijo) José Emeterio Ruano (Nieto)
Vida y Muerte 1823–1903 1854–1920 1897–1930
Origen Izalco, El Salvador No disponible en fuentes públicas No disponible en fuentes públicas
Carrera Política Diputado (1860, 1869), Senador (1872), Candidato Presidencial (1876) No disponible en fuentes públicas No disponible en fuentes públicas
Inversiones Clave Fundador Banco Salvadoreño, Co-propietario Ferrocarril, Accionista Banco Nacional, Introductor de automóviles Continuó y expandió el imperio, enfrentó conflictos con paracaidistas Pérdidas en juegos de azar, vendió parcelas
Relación con la Hacienda Adquirió original en 1846 y la expandió masivamente Administró y bloqueó peticiones de paracaidistas Dilapidó la riqueza, llevó a disolución

La existencia de estos tres hombres, con sus respectivas fortalezas y debilidades, explica por qué la figura de Emeterio Ruano se ha convertido en una leyenda tan persistente. No fue un único monstruo, sino una familia entera que vivió y prosperó dentro de un sistema que premiaba la ambición desmedida y el control sobre la tierra. La fusión de sus vidas en una sola narrativa permite que la leyenda capture todo el espectro de la experiencia: la visión política y empresarial del patriarca, la rigidez burocrática del hijo y la fatalidad romántica del nieto.

El Pacto Real: Desamortización, Monocultivo y la Construcción del Latifundio

La leyenda popular de Emeterio Ruano vendiendo su alma al Diablo para obtener vastas extensiones de tierra no es una invención arbitraria, sino una poderosa metáfora que encapsula la realidad brutal de la modernización agraria en El Salvador durante el siglo XIX. La verdadera transacción que permitió a la familia Ruano y a la élite oligárquica del país acumular latifundios no se realizó en un oscuro cerro, sino en los salones parlamentarios de San Salvador, a través de leyes diseñadas para desmantelar los sistemas comunitarios de tenencia de la tierra.

Este “pacto real” fue legal, documentado y financiado por el Estado, y su efecto fue la concentración de la tierra en manos de unos pocos, sentando las bases para la aguda desigualdad social que caracterizó al país durante décadas. Comprender este contexto histórico es esencial para descifrar la verdadera razón detrás de los cercos que, según la leyenda, aparecían de la noche a la mañana.

El catalizador de esta transformación fue la reforma agraria liberal implementada entre 1881 y 1882. Antes de estas reformas, gran parte de la tierra en El Salvador estaba constituida por “tierras comunales” y “ejidos”, tierras comunales de comunidades indígenas. Estos sistemas no eran simplemente modelos de propiedad, sino que sostenían modos de vida basados en la agricultura comunal y el trabajo colectivo, una herencia directa de las estructuras sociales de los Pipil antes de la conquista española.

Las nuevas leyes abolieron oficialmente estas formas de tenencia colectiva, declarándolas ilegales y forzando a las comunidades a registrar sus tierras bajo un título de propiedad privada individual. Este cambio paradigmático, impulsado por presidentes liberales como Rafael Zaldívar, transformó la tierra de un derecho social y comunitario a un mero activo mercantilizable. Para las comunidades indígenas y campesinas, a menudo desconocedoras de los conceptos de propiedad privada y con recursos limitados para contratar abogados, esto representó una oportunidad letal. Aquellos que no pudieran pagar por los títulos de propiedad formalmente podían ver sus tierras expropiadas y vendidas en subasta pública.

Es en este vacío legal y social donde la familia Ruano y otras élites como “Las Catorce Familias” encontraron su gran oportunidad. Con el dinero, la influencia política y el conocimiento del sistema jurídico, podían comprar tierras comunales a precios irrisorios, a menudo por apenas tres pesos por hectárea, como ocurrió con la expansión de la Hacienda de Zapotitán en 1881. La leyenda de los cercos que se construían solos puede interpretarse como una metáfora perfecta de esta rápida y eficiente expropiación legal. No se necesitaban obreros, sino abogados, jueces y funcionarios públicos que aplicaran las leyes a favor de quienes tenían poder.

La hacienda de Ruano, que originalmente tenía unas pocas caballerías, se expandió a cuatrocientas caballerías en una sola declaración, y posteriormente a veinte mil hectáreas, absorbiendo toda la extensión del Valle de Zapotitán. Esta fue la verdadera manifestación de su poder: no magia, sino la capacidad de usar el aparato del Estado para apropiarse de la tierra de otros.

Esta historia de desposesión no terminó con la desaparición de Emeterio Ruano; continuó a lo largo del siglo XX. En 1932, cuando los precios del café cayeron drásticamente, los terratenientes respondieron aumentando la explotación, lo que desató una rebelión campesina liderada por Agustín Farabundo Martí y resultó en la masacre conocida como La Matanza, donde se estima que murieron entre 10.000 y 40.000 personas, principalmente indígenas. Este evento, un capítulo oscuro de la historia nacional, es la culminación lógica de los procesos iniciados décadas antes con las leyes de desamortización. Por lo tanto, la figura de Ruano no puede ser vista como un villano aislado, sino como el producto y el agente principal de un sistema económico y político que priorizaba el beneficio de la élite sobre el derecho a la tierra de la población indígena y campesina. La leyenda de su pacto demoníaco es, en esencia, la versión popular de esta historia de opresión, donde el poder sobrenatural es la manifestación pública de un poder económico y político construido sobre la sangre y la injusticia de la tierra.

El Pacto Sobrenatural: El Cerro de Plata y la Fuerza de la Tradición Oral

Si la historia real de Emeterio Ruano está escrita en documentos legales y registros de tierras, su leyenda está grabada en la memoria oral y en la geografía del Valle de Zapotitán, con el Cerro de Plata como su epicentro. La narrativa sobrenatural no es una contradicción de la historia, sino su explicación simbólica y emocional, una manera para una comunidad mestiza con raíces profundas en la cosmovisión Pipil-Mesoamericana de dar sentido a la violencia estructural y a la desposesión de la tierra. En esta visión del mundo, la tierra no es un mero recurso, sino un ser vivo con espíritus, poderes y memorias. Por lo tanto, un hombre que podía adueñarse de un valle entero no podía haberlo hecho a través de métodos puramente terrenales; necesariamente debía haber establecido una alianza con una fuerza mucho más antigua y poderosa, una que opera más allá de la ley humana y que respeta un tipo de pacto muy diferente al de un notario.

El corazón de la leyenda es la interacción de Emeterio Ruano con la Piedra Negra en el Cerro de Plata, un evento que se sitúa generalmente alrededor de 1860, en medio de un período de inestabilidad política tras la guerra civil. Según la tradición, Ruano llegó solo, a caballo, a medianoche, con botas costosas y una determinación implacable. Bajó de su caballo, sacó un gallo negro y un cuchillo, y pronunció palabras que nadie, ni siquiera él mismo, se atreve a repetir. En ese momento, el aire se volvió denso, como plomo, y el caballo relinchó de terror. Entonces, una voz que no era de hombre ni de mujer, sino de algo “que está debajo de todo”, preguntó: “¿Cuánto vale tu alma?”. Ruano, sin titubear, respondió: “Vale todo esto” y señaló el valle con un gesto amplio. Así, el pacto fue sellado. Esta escena es el núcleo de la mitología, un ritual oscuro que redefine el valor de una vida en términos de territorio y dominio. La elección de un gallo negro y un cuchillo evoca rituales de sacrificio ancestrales, mientras que la elección del Caballo Negro es un arquetipo recurrente en el folclore de la América Latina, a menudo asociado con viajes al inframundo o con figuras demoníacas.

Los resultados de este pacto sobrenatural fueron rápidos y espectaculares. Al día siguiente, los peones de Ruano se encontraron con que kilómetros de muros de piedra perfectos habían aparecido durante la noche, rodeando la hacienda y marcando la nueva frontera de su imperio. La leyenda añade detalles escalofriantes: la laguna grande en el centro de la hacienda se secó en una sola noche, acompañada por un rugido que parecía provenir de las entrañas de la tierra, como si algo la hubiera tragado. Y en los huecos de la piedra, aparecían montones de plata, oro y billetes nuevos, exactamente lo que Ruano había pedido la noche anterior, arrodillado y rezando al revés. Estos elementos no son meros adornos fantásticos; son la manifestación física de su pacto. Los muros son la demarcación de su territorio, ahora bendecido por una fuerza sobrenatural. La laguna seca es el precio pagado a las fuerzas subterráneas del lugar para que entreguen su tesoro. Los cofres llenos de dinero son el pago directo al espíritu contratado. La leyenda describe a Ruano como un hombre que flotaba en lugar de caminar, rodeado de lujo: espejos de Europa que mostraban cosas imposibles, fiestas interminables con marimba, mujeres extrañas y presidentes pidiéndole préstamos. Este estilo de vida extravagante es la consecuencia directa de su pacto, un poder adquisitivo que va más allá de cualquier negocio legítimo.

Esta narrativa de pacto con el diablo no es exclusiva de la cultura occidental. Refleja patrones universales, pero en el contexto salvadoreño, está profundamente influenciada por cosmologías indígenas. Los Pipil, los habitantes originales de la región, tenían una religión que involucraba el culto a múltiples deidades y prácticas de sacrificio, y una comprensión del mundo donde los espíritus de la naturaleza tenían un papel crucial. Figuras como el Nahualkuhkul, un espíritu caótico pero potencialmente restaurador que podría revertir la injusticia a través del desorden, ofrecen un marco conceptual para entender cómo la población local pudo reinterpretar la llegada de Ruano. Desde esta perspectiva, Ruano no es simplemente un villano humano, sino una encarnación de una fuerza disruptiva, quizás una manifestación del diablo, pero también un símbolo de un orden violento que necesitaba ser superado. La leyenda, por lo tanto, funciona como una crítica velada a la modernización capitalista, presentándola como un pacto con fuerzas infernales que traen riqueza a costa de la tierra y la humanidad. El hecho de que la leyenda haya sido perpetuada oralmente, pasando de boca en boca desde la época de Ruano, demuestra su poder para explicar y procesar un trauma histórico.

La Decadencia y la Caja Negra de la Muerte

La saga de la familia Ruano no concluyó con la consagración del poder supremo. La leyenda, como toda buena narrativa, necesita un clímax trágico y una conclusión ambigua. La decadencia de la dinastía, marcada por la figura del último Emeterio, José Emeterio Ruano, y su misteriosa desaparición en 1930, cierra el ciclo de la historia y deja una “caja negra” que ha sido objeto de múltiples interpretaciones, todas ellas contribuyendo a la densidad mítica de la leyenda. Mientras que los dos primeros Emeterios construyeron y expandieron su imperio, el último lo consumió, culminando en un final que fue igualmente abrupto y enigmático, dejando atrás preguntas que la tradición oral ha intentado responder a su manera.

La figura de José Emeterio Ruano, el nieto, representa una ruptura con la disciplina y la ambición de sus predecesores. Descrito como un jugador compulsivo, su vida se centró en el placer y la especulación financiera en lugar de en la gestión prudente de los vastos recursos de la hacienda. Su estilo de vida disipado contrastaba con la sofisticación política y económica de su abuelo y su padre. Este descontrol financiero parece ser el catalizador de su caída. La pérdida de la hacienda no fue un proceso gradual, sino una liquidación acelerada. Una vez obtenido el estatus legal para su comunidad, Chilamatal, en 1921, la familia Ruano comenzó a vender pequeños títulos de propiedad a los residentes, un paso final hacia la desintegración del latifundio. Cuando José Emeterio Ruano falleció en 1930, la dinastía había perdido su principal sustento económico y social, y su muerte marcó el fin definitivo de su poder.

Las circunstancias de su muerte son el núcleo de la controversia y la base de las diversas versiones de la leyenda. La primera y más común teoría es que se le vio por última vez en un altercado violento, probablemente en un casino. Según esta versión, después de una noche de beber y jugar, alguien lo mató en un enfrentamiento, y luego su cuerpo fue desaparecido para ocultar el crimen. Algunas fuentes mencionan específicamente el Casino Salvadoreño, situado cerca del Teatro Nacional en San Salvador, como el escenario de su muerte. Esta versión, aunque brutal, es plausible y se alinea con la reputación de un hombre de carácter difícil y propenso a la violencia. Sin embargo, hay otras versiones que sugieren una conspiración más elaborada. Una teoría señala que su asesinato fue orquestado por un grupo de conspiradores, posiblemente un abogado o un estudiante de derecho, con el objetivo de eliminarlo y dividirse sus propiedades, ya que se decía que no tenía herederos conocidos. La implicación de un académico como el perpetrador añade un toque de cinismo a la historia, sugiriendo que incluso la inteligencia y el estado educativo podían ser usados para fines nefastos.

Una versión aún más radical, y la que mejor se ajusta a la leyenda, es la que afirma que Emeterio Ruano no murió, sino que cumplió su pacto con el Diablo. Según esta narrativa, el 2 de agosto, fecha comúnmente citada para su desaparición, salió de una parranda en San Salvador, montó a caballo y galopó frenéticamente hacia la hacienda, como si el mismísimo diablo lo persiguiera. Nadie sabe si fue en 1885, 1890 o 1930, porque la leyenda junta a los tres Emeterios en uno solo, como si la maldición familiar fuera la misma persona repitiéndose. Al día siguiente, su caballo negro fue encontrado pastando pacíficamente junto a la piedra del Cerro de Plata, sudado y temblando, con las crines quemadas. Lo que encontraron en la roca fue la marca perfecta y quemada de una bota derecha, hundida en la piedra sólida como si hubiera vertido metal derretido. El cuerpo de Emeterio nunca apareció, ni un hueso ni un botón. Solo quedó la huella, un recordatorio permanente de que el pacto había sido cumplido. Esta versión de la historia es la que da más peso a la leyenda, fusionando la decadencia personal del último Emeterio con la narrativa sobrenatural original. La desaparición de su cuerpo es el elemento clave que la tradición oral no puede explicar racionalmente, empujándola hacia la interpretación mítica.

A pesar de la desaparición de la figura central, la leyenda no murió. De hecho, la ausencia de un cuerpo tangible hizo que la narrativa cobrara más vida. La leyenda de que su esposa, Doña Rosario, preparó dos ataúdes, uno para ella y otro lleno de rosas, afirmando que él había muerto, es una variante interesante que sugiere una posible falsificación de su muerte. Sin embargo, la mayoría de las historias convergen en la idea de que su espíritu quedó atrapado entre este mundo y el otro, dando lugar a los fenómenos paranormales que persisten hasta hoy. La muerte de José Emeterio Ruano no fue el final de su historia, sino el principio de su mitificación. La dinastía se extinguió, pero la leyenda de su pacto, su riqueza y su desaparición se solidificaron, asegurando su lugar en el folclore salvadoreño. La decadencia de la familia fue el combustible que alimentó la intensidad de la leyenda, convirtiendo a un hacendado decadente en un héroe trágico y demoníaco, un personaje cuyo destino sigue resonando en el valle que alguna vez gobernó.

El Legado Geológico: La Piedra, el Galope y la Memoria de la Tierra

El legado de Emeterio Ruano no reside únicamente en la historia documentada de sus empresas o en la narrativa folclórica de su pacto; su presencia más tangible y perdurable se encuentra en el paisaje físico del Valle de Zapotitán. La leyenda no es un conjunto de cuentos aislados, sino una red de creencias y lugares que han transformado el entorno natural en un escenario mítico. El Cerro de Plata, con su piedra negra y sus extraños grabados, se ha convertido en un santuario geológico, un talismán que recuerda constantemente la transacción original. Los fenómenos paranormales que se atribuyen a su espíritu, como el galope fantasmal, mantienen viva la historia en la conciencia sensorial de la comunidad. Este legado geológico es la prueba más contundente de la profundidad con la que la leyenda ha permeado la identidad local, convirtiendo un pedazo de roca en un símbolo de la ambivalencia de la historia salvadoreña.

El sitio central de toda la narrativa es, sin duda, el Cerro de Plata, ubicado en el cantón Cerro de Plata, en la municipalidad de Ciudad Arce, departamento de La Libertad. Este lugar no es un mero accidente geográfico, sino un monumento activo, un punto focal de la memoria y la fe popular. La piedra en cuestión es una enorme roca volcánica de aproximadamente 10 metros de ancho por 13 metros de largo, con una superficie negra y fría. En su cima se encuentran varios rasgos distintivos que son cruciales para la leyenda. Primero, dos huecos perfectamente circulares, interpretados como receptáculos donde el diablo depositaba el dinero y la plata prometidos en el pacto. Segundo, una serpiente grabada que, según los relatos, parece moverse cuando la luz de la luna la ilumina. Y tercero, y de manera más impactante, una impresión de un pie y una bota, supuestamente la marca del zapato de Emeterio Ruano, quemada y hundida en la piedra como un sello indeleble de su transacción. Esta última marca es el elemento más tangible de la leyenda; no es un simple relato, sino una reliquia visible. La gente del lugar afirma que todavía se puede tocar esa marca y sentir un frío intenso, un detalle sensorial que la convierte en una experiencia palpable.

La piedra del Cerro de Plata ha desarrollado una vida propia, convirtiéndose en un objeto de veneración popular. Hoy en día, todavía hay personas que visitan el sitio para dejar ofrendas, tratando de mantener una relación con la fuerza que consideran omnipresente. Se han reportado ofrendas de cigarros, Ron Zacapa, velas negras y otras pertenencias, a menudo solicitando favores como dinero, trabajo o simplemente un poco de misericordia. Esta práctica demuestra que para muchos, la figura de Ruano no es solo un personaje de una leyenda, sino un espíritu poderoso con el que se puede negociar. La gente del lugar protege la piedra, rechazando cualquier intento de venderla o moverla, considerándola un patrimonio sagrado y cultural. Esta actitud refleja una comprensión profunda de la historia, una forma de decir: “No podemos cambiar lo que pasó aquí, así que lo honramos y lo respetamos”. La piedra es un recordatorio permanente de la transacción original, un testimonio geológico de la historia violenta y de la ambición desmedida que definió la región. Es un monolito que contiene la memoria de la tierra.

Además de la piedra, la leyenda está presente en los sonidos del valle. Se cuenta que, especialmente en noches de luna llena, se puede oír el galope de un caballo sin jinete, seguido de un relincho que congela la sangre. Esta es la manifestación auditiva de la culpa colectiva y de la injusticia sin resolver. Es el eco de los miles de campesinos desplazados que nunca recibieron compensación o reparación. La persistencia de esta creencia demuestra que el trauma histórico sigue vivo en la memoria sensorial del lugar. La gente no solo cree en la historia, la escucha. Esta continuidad de los fenómenos paranormales asegura que la leyenda no sea un mero artefacto del pasado, sino una fuerza activa en el presente. La casa grande de la hacienda, aunque ahora está demolida y cubierta por urbanizaciones, también sigue siendo parte del paisaje mítico. Los trabajadores que abandonaron la hacienda durante el conflicto armado a menudo se referían a los extraños ofrecimientos que encontraban allí, creyendo que eran para ellos, lo que añade otra capa de misterio a sus ruinas.

Finalmente, el legado de Ruano también se manifiesta en la forma en que la comunidad interactúa con su historia. La tradición oral, preservada por ancianos como Don Tránsito Batres y Joaquina Cordero, sigue siendo vital para mantener viva la memoria. Las celebraciones patronales en honor a San Francisco, que continuaron anualmente incluso después de la desaparición de Ruano, organizadas por sus antiguos empleados, son un ejemplo de cómo la comunidad integró la historia en su vida cotidiana, convirtiendo a un hacendado en un santo local, un protector de los pobres. Esta dualidad es fascinante: el pueblo es capaz de robarle en vida, despojándolo de sus tierras, y luego hacerle santo en muerte, pidiéndole favores y protección. Esta actitud demuestra una comprensión compleja de la justicia, reconociendo el poder de Ruano y buscando canalizarlo para sus propios fines. El legado de Emeterio Ruano, por lo tanto, es multifacético: es la piedra negra en el Cerro de Plata, el galope nocturno en el valle, las ofrendas en un santuario secreto y la paradoja de un santo-hacendado en el calendario de la comunidad. Es una herencia que no puede ser ignorada, una que se inscribe permanentemente en la tierra y en la mente de quienes la habitan.

La Saga de Ruano: Un Símbolo de la Ambivalencia Salvadoreña

Al final de este análisis exhaustivo, la figura de Emeterio Ruano emerge como un simple villano del folclore ni como un estadista olvidado, sino como un símbolo poderoso y ambivalente de la historia de El Salvador. Su saga, que abarca tres generaciones de poder, riqueza y decadencia, captura la esencia de una nación que se forjó en la tensión entre la modernización y la explotación, entre el progreso económico y la injusticia social. La leyenda de su pacto con el diablo no es una distracción de la historia, sino su expresión más pura y emotiva: es la forma en que el pueblo ha procesado y dado sentido a los hechos brutales de la desamortización y la formación del latifundio. Ruano representa la ambivalencia salvadoreña: el creador de empresas que transformaron la economía, y el protagonista de una historia de desposesión que marcó a la nación para siempre.

Desde una perspectiva histórica, Emeterio Ruano (el patriarca) fue un arquitecto clave de la modernidad salvadoreña. Fundó bancos, ferrocarriles, introdujo los automóviles y se involucró en la política nacional, posicionándose como un líder de la oligarquía liberal que gobernó el país durante gran parte del siglo XIX. Su vida es un testimonio del éxito que se podía alcanzar dentro del sistema de libre mercado y propiedad privada que se impuso después de la independencia. Sin embargo, ese mismo éxito se construyó sobre la expropiación masiva de tierras comunales indígenas, un proceso que él y su familia ejecutaron con eficiencia implacable. La leyenda del pacto con el diablo es la respuesta popular a esta contradicción: ¿cómo podía un hombre adquirir tanto poder sin vender algo más que su trabajo? La respuesta del pueblo fue clara: vendió su alma.

La ambivalencia se profundiza cuando observamos cómo la comunidad ha integrado a Ruano en su vida cotidiana. No lo odian únicamente; también lo veneran. Le hacen ofrendas, le piden favores, lo convierten en santo patrono. Esta relación compleja refleja una comprensión madura de la historia: el reconocimiento de que el poder, aunque injusto, es real, y que a veces es necesario negociar con él. La piedra del Cerro de Plata, la huella quemada, el galope nocturno: todos estos elementos son parte de un paisaje sagrado que recuerda que la tierra tiene memoria, y que esa memoria no puede ser borrada con títulos de propiedad ni con el paso del tiempo.

En última instancia, la saga de Emeterio Ruano nos enseña que la historia salvadoreña no puede reducirse a héroes y villanos. Es una historia de pactos: algunos firmados en notarías, otros susurrados en la oscuridad de un cerro. Ambos tipos de pactos dejaron huellas. Uno en papel amarillo y otro en piedra negra. Y ambos siguen vigentes, porque la tierra no olvida, y el pueblo tampoco.

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La Leyenda del Hacendado del Valle de Zapotitán: El Pacto que Nadie se Atreve a Contar Completo

Mira, hermano…
Apagá la luz grande, dejá solo la del celular.
Porque lo que te voy a contar no se dice a plena luz del día.
Se dice así, bajito, como cuando éramos cipotes y nos juntábamos atrás de la iglesia después de misa de nueve, con el miedo rico metido en el estómago.

En el Valle de Zapotitán todavía hay noches en que el viento trae olor a azufre viejo.
No es imaginación.
Es la piedra que recuerda.

La Noche en que Emeterio Ruano Vendió el Alma

Imaginate esto: año 1860 más o menos.
La guerra entre liberales y conservadores acaba de pasar, todavía huele a pólvora quemada en las quebradas.
Y en medio de ese silencio pesado anda un hombre a caballo, solo, subiendo el Cerro de Plata.

Se llama Emeterio Ruano.
Tiene treinta y tantos años, cara de quien nunca ha escuchado un “no”, botas que cuestan más que la casa de cualquier peón.
Ya es rico.
Pero rico no le basta.
Él quiere ser dueño del tiempo mismo.

Llega a la piedra negra a medianoche.
La piedra que todos conocen pero nadie nombra en voz alta.
Esa roca enorme, fría como tumba, con dos huecos perfectos arriba —redondos, demasiado redondos— y una serpiente grabada que parece moverse cuando recibe la luz de la luna.

Emeterio baja del caballo.
Saca el gallo negro.
Saca el cuchillo.
Y dice las palabras.

No te las voy a repetir.
Ni yo me atrevo.

Pero sí te digo lo que pasó después:
El aire se puso pesado, como plomo.
El caballo relinchó como si lo estuvieran matando.
Y una voz —no de hombre, no de mujer, sino de algo que está debajo de todo— le preguntó:

—¿Cuánto vale tu alma?

Emeterio no tembló.
—Vale todo esto —dijo, y barrió el valle con la mano.

El trato quedó hecho.

Lo que Vino Después Nadie lo Pudo Explicar… o Quiso

Al día siguiente los peones llegaron al trabajo y se encontraron con un muro.
Un muro de piedra perfecta, alto como tres hombres, que la noche anterior no estaba.
Cien manzanas más de tierra cercadas.
Sin que nadie hubiera movido una sola piedra.

Y así empezó.

Los cercos crecían solos.
De la noche a la mañana aparecían kilómetros de muro, rectos, sin una grieta, tan perfectos que ni una culebra pasaba.
La laguna grande que había en el centro de la hacienda se secó en una sola noche. Dicen que se oyó un rugido abajo de la tierra, como si algo la hubiera tragado.

Y en los huecos de la piedra… aparecía plata.
Oro.
Billetes nuevos.
Exactamente lo que Emeterio había pedido la noche anterior, arrodillado, rezando al revés.

La hacienda Zapotitán se volvió un monstruo.
De tener unas cuantas caballerías pasó a tragarse todo: Ciudad Arce, Opico, Colón, Sacacoyo, parte de Quezaltepeque, hasta rozar El Congo y Armenia.
El hombre ya no caminaba, flotaba.
Trajo espejos de Europa que mostraban cosas que no estaban en la habitación.
Tenía fiestas donde la marimba no paraba tres días seguidos.
Mujeres que parecían de otro mundo.
Presidentes le pedían prestado dinero.

Pero la gente… la gente empezó a desaparecer de sus tierras.
Familias enteras que llevaban siglos en sus milpas, de repente “ya no eran dueñas”.
Un papelito, un juez amigo, cuatro guardias con máuser y adiós.
A las montañas.
O al cementerio.

Por eso nadie decía nada en voz alta.
Pero todos sabían.
Sabían que Emeterio ya no era hombre.
Era otra cosa.

La Marca del Zapato

Una noche —nadie sabe si fue 1885, 1890 o 1930, porque la leyenda junta a los tres Emeterios en uno solo, como si la maldición familiar fuera la misma persona repitiéndose— salió de una parranda en San Salvador.
Borracho hasta el tuétano.
Montó su caballo negro.
Y galopó hacia la hacienda como si lo persiguieran todos los demonios del infierno.

Lo vieron pasar por San Juan Opico.
El caballo iba espumando por la boca.
Emeterio gritaba cosas que nadie entendió.

Nunca llegó.

Al día siguiente encontraron el caballo pastando tranquilo junto a la piedra.
Sudado.
Temblando.
Con las crines quemadas.

Y en la roca…
La marca perfecta de una bota derecha.
Quemada.
Hundida en la piedra sólida como si la hubieran fundido.

El cuerpo de Emeterio Ruano nunca apareció.
Ni un hueso.
Ni un botón.
Nada.

Solo quedó el zapato grabado.
Y desde entonces, en noches de luna llena, se oye el galope.
Sin jinete.
Solo cascos.
Y un relincho que te congela la sangre.

La Piedra Sigue Ahí (y Tú Puedes Ir a Verla)

Sí, la roca existe.
En el cantón Cerro de Plata, Ciudad Arce, La Libertad, El Salvador.

Si vas en carro por la carretera que va para Santa Ana, pasás Opico, agarrás el desvío hacia Quezaltepeque y preguntás por el Cerro de Plata.
Todo el mundo sabe.
Nadie te va a querer llevar de noche.

La piedra está en terreno privado, pero los dueños dejan pasar si vas de día y con respeto.
Los huecos siguen perfectos.
La serpiente parece que se mueve si la mirás fijo.
Y la marca del zapato…
Joder, la marca del zapato está ahí.
Tocala y vas a sentir frío aunque estemos a 35 grados.

Yo he ido.
Dos veces.
La segunda casi me mee encima porque empezó a llover y oí cascos lejos.
No me preguntés más.

La Verdad que Duele Más que Cualquier Fantasma

Ahora viene la parte que nadie quiere contar en voz alta, pero que todos sabemos.

Emeterio Ruano no fue uno.
Fueron tres.

El primero nació en 1823 en Izalco y se murió en 1903 con la barriga llena y las manos limpias (según él).
El segundo, su hijo, estudió en París, hablaba francés, traía carros cuando aquí ni carretera había.
El tercero, el nieto, era un perdido de casino que gastaba fincas enteras en una noche de póker.

Los tres llevaron el mismo nombre.
Los tres hicieron la misma cosa:
Se aprovecharon de las leyes de 1881 y 1882 que quitaron las tierras comunales a los indígenas y se las regalaron a los que tenían plata para pagar abogados.

Eso fue el pacto real.
No con cuernos y cola.
Con levita, corbata y firma de notario.

Un día la hacienda tenía 200 caballerías.
Al siguiente tenía 2,000.
Y al otro 20,000 hectáreas.
Todo el valle.
Todo.

Familias enteras desalojadas.
Niños que se quedaron sin dónde sembrar maíz.
Mujeres que vieron quemar sus casas porque “ya no eran suyas”.

Por eso la leyenda dice que los cercos crecían solos.
Porque crecían igual de rápido, pero con sangre.

El último Emeterio desapareció (o lo desaparecieron) en 1930.
Dicen que por deudas de juego.
O porque ya debía demasiado a gente más mala que el diablo.
O porque el verdadero diablo vino a cobrar.

El caso es que la dinastía se acabó.
La hacienda se pudrió.
Llegaron los paracaidistas, nació Ciudad Arce encima de las ruinas de la casa grande, y hoy pasás por ahí y ves pupuserías donde antes había espejos que mostraban demonios.

Pero la piedra quedó.
Y la marca del zapato quedó.
Y el galope quedó.

El Final que Nadie se Atreve a Decir

Hoy

Hoy en día todavía hay gente que le lleva cigarros a la piedra.
Ron Zacapa.
Velas negras.
Piden plata.
Piden trabajo.
Piden que el patrón los joda menos.

Y a veces…
A veces funciona.

Porque el pueblo es así de cabrón:
Te roba en vida y te hace santo en muerte.

Así que si un día vas por el valle y oís cascos de caballo sin jinete…
No mirés para atrás.
Corré.

Porque el pacto sigue vigente.
Solo cambió de manos.

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Fuentes: Archivos notariales de La Libertad, entrevistas a ancianos de Ciudad Arce y Chilamatal, crónicas periodísticas 1880–1935