Mayahuel: Corazón del Maguey, Madre de la Embriaguez Sagrada y los 400 Conejos
En los anales del tiempo tejido con estrellas y obsidiana, allí donde los dioses caminaban entre los mortales y el cosmos se reflejaba en el brillo de una pluma de quetzal, florecieron leyendas que daban forma al mundo. En este tapiz de mitos vibrantes, donde las plantas no eran solo flora sino el eco de deidades primigenias, resuena con una fuerza particular el nombre de Mayahuel, la diosa encarnada en el maguey, fuente del néctar sagrado y madre tumultuosa de una prole incontable de conejos embriagados. Su historia es un viaje desde los cielos estelares hasta las raíces más profundas de la tierra, un relato de amor, sacrificio y el nacimiento de un don divino y peligroso.
El Nacimiento de la Diosa Maguey: Un Amor Prohibido y una Metamorfosis Eterna
Antes de ser la espinosa guardiana del pulque, Mayahuel era un susurro de belleza celestial, una doncella divina custodiada celosamente en las alturas por su temible abuela, una de las Tzitzimimeh – demonios estelares, sombras devoradoras de luz que acechaban en la oscuridad del firmamento.
Un Amor Tejido en los Cielos Nocturnos
Pero la belleza de Mayahuel era un imán para lo divino. Ehécatl-Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, soplo de vida, aliento y sabiduría, posó sus ojos en ella y un amor tan vasto como el cielo nocturno floreció entre ellos. El dios del viento y la sabiduría, desafiando la furia de las guardianas estelares, susurró promesas de libertad y vida terrenal al oído de la joven diosa. Juntos, en un pacto de amantes cósmicos, decidieron huir de la bóveda celeste y descender al mundo de los hombres.
La Huida y la Metamorfosis Arbórea
Su descenso fue un vuelo clandestino, una estela de esperanza cruzando la negrura. Para ocultar su amor de la ira de las Tzitzimimeh, los dioses amantes realizaron un acto de magia profunda: se fundieron en la tierra y de ella surgió un árbol magnífico y singular, un solo tronco con dos ramas poderosas que se entrelazaban como amantes eternos. Una rama era Quetzalcóatl, fuerte y sabia; la otra era Mayahuel, vibrante y llena de la promesa de la vida. Creían haber encontrado un refugio en su abrazo leñoso, un santuario contra la oscuridad.
Furia Estelar y Sacrificio Fecundo
Mas la furia de los cielos no conoce el perdón. La abuela Tzitzimitl, sintiendo la ausencia de su nieta, descendió con sus huestes de sombras hambrientas. Descubrieron el árbol delator y, en un acto de violencia cósmica, la furia estelar desgarró la corteza sagrada. Identificaron la rama que era Mayahuel y, sin piedad, la quebraron en innumerables fragmentos, entregándolos a las fauces voraces de las otras Tzitzimimeh, quienes la devoraron hasta casi no dejar rastro.
De Restos Mortales a Planta Divina
Quetzalcóatl, desgarrado por el dolor, contempló impotente la destrucción de su amada. Cuando las sombras se hubieron retirado, recogió con infinita ternura los pocos huesos y astillas que quedaron de Mayahuel. Los enterró en la tierra fértil, regándolos con sus lágrimas divinas. Y de esa tumba, de ese sacrificio desgarrador, brotó un milagro verde y espinoso: nació la primera planta de maguey. Sus pencas aceradas se alzaban hacia el cielo como un recuerdo de las estrellas, pero su corazón estaba firmemente anclado a la tierra. No era solo una planta; era el cuerpo renacido de Mayahuel, transformada, eterna, ahora ligada para siempre al destino del mundo terrenal.
Mayahuel, Corazón Líquido de la Tierra: La Esencia del Maguey
Desde ese día, Mayahuel no fue ya la doncella celestial, sino la encarnación misma del maguey. Su ser se fundió con la planta, y la planta se convirtió en su manifestación tangible.
Nutrición y Éxtasis en Cada Penca
El maguey se erigió como un regalo divino, una fuente de sustento y maravilla. De sus fibras se tejían mantas y cuerdas, sus espinas eran agujas y punzones, y su corazón, al ser raspado, lloraba un líquido precioso: el aguamiel, dulce y nutritivo. Mayahuel, como diosa del maguey, a menudo era imaginada con incontables pechos –cuatrocientos, decían algunos–, no por vanidad, sino como símbolo de esta nutrición inagotable que ofrecía al mundo, la leche misma de la tierra concentrada en su ser vegetal.
El Don del Pulque: La Sangre Embriagadora de la Diosa
Pero el mayor de sus dones era una transformación mágica. Cuando el aguamiel, esa savia divina, era dejado al cuidado del tiempo y los misterios de la fermentación, se convertía en octli, hoy conocido como pulque. No era una simple bebida alcohólica; era considerado la sangre misma de Mayahuel, un néctar lunar, espeso y blanco, capaz de alterar la conciencia, de abrir las puertas a lo sagrado, de inducir el éxtasis ritual o la más profunda de las melancolías. Beber pulque era comulgar con la diosa, sentir su poder corriendo por las venas.
Los Centzon Tōtōchtin: El Coro Innumerable de la Embriaguez
Y de esta unión entre la diosa y su esencia líquida nació una prole imposible, un torbellino de vida caótica y festiva: los Centzon Tōtōchtin, los Cuatrocientos (o Innumerables) Conejos.
La Prole Lunar: Cuatrocientos Rostros del Olvido y la Euforia
Engendrados por Mayahuel y, según algunas versiones, por Pantécatl, otro dios del pulque, estos no eran conejos comunes. Eran espíritus divinos, una legión lunática que encarnaba cada matiz, cada sombra, cada chispa de la experiencia de la embriaguez. El número "Centzon", cuatrocientos, era la forma náhuatl de decir "infinito", "incontable", pues infinitas son las formas en que el pulque afecta al espíritu humano. Asociados a la luna por sus ciclos cambiantes –como los altibajos de la borrachera– y a la proverbial fertilidad del conejo –reflejo de la generosidad del maguey–, estos seres saltaban y danzaban en el corazón del mito.
Danzando al Son del Pulque: Un Panteón de Estados Alterados
Tal como se vislumbra en ecos pictóricos que han sobrevivido al tiempo, la escena alrededor de Mayahuel era un carnaval perpetuo orquestado por sus hijos-conejo. Vemos a estos espíritus con forma de conejo comportándose como humanos ebrios: algunos transportan cántaros rebosantes de octli, otros beben ávidamente de jícaras o modernas botellas, mientras unos más tañen instrumentos en una cacofonía festiva. Hay conejos que bailan con torpeza, otros que ríen a carcajadas con un "¡Hee!" gutural, y no pocos que sucumben al sopor etílico, durmiendo ovillados entre charcos de pulque derramado, o mascullando un quejumbroso "¡Hic!". Representan la alegría desbordada, la melancolía llorosa, la locuacidad imparable, la agresividad súbita, la lascivia desinhibida, el sueño profundo... cada conejo, un dios menor de un estado alterado específico.
La Posesión Sagrada: Cuando los Conejos Habitan al Hombre
Para los pueblos antiguos, la embriaguez no era un simple estado fisiológico, sino una forma de posesión divina. Cuando un hombre o una mujer bebía pulque y perdía el control, se decía que estaba siendo habitado por uno o varios de los Centzon Tōtōchtin. El comportamiento errático, impredecible, era la manifestación del conejo o conejos que habían tomado las riendas de su ser. Era una explicación mítica para la misteriosa transformación que obraba el néctar de Mayahuel en el alma humana.
El Legado Perenne de Mayahuel
La leyenda de Mayahuel, la diosa que murió en los cielos para renacer como maguey en la tierra, es mucho más que un cuento sobre el origen del pulque. Es un poema épico sobre la transformación, sobre cómo del sacrificio puede nacer el sustento, sobre la dualidad de los dones divinos –capaces de nutrir y elevar, pero también de confundir y perder. El eco de Mayahuel persiste en cada maguey que se alza resistente bajo el sol, en el sabor espeso y ancestral del pulque, y en la comprensión profunda de que en el corazón de la naturaleza y en los abismos de la conciencia humana, reside siempre lo sagrado, lo salvaje y lo infinitamente complejo, tan diverso como los cuatrocientos conejos que aún danzan en la memoria del tiempo.
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